"Kuxmmannsanta: el infierno somos nosotros", por Marta García Miranda
"Kuxmmannsanta: el infierno somos nosotros", por Marta García Miranda
Angélica Liddell vuelve a los escenarios este sábado con el estreno en el festival Temporada Alta de Girona de ‘Caridad’, una pieza en la que la autora, directora e intérprete defiende su inclinación natural a “amamantar al criminal” a partir de una caridad que se rebela contra la ley del Estado. Liddell (Figueres, 1966) busca poner a prueba la capacidad de perdón del espectador con una obra que se nutre de la influencia de Godard, Sade, Pasolini o Foucault y que gira, fundamentalmente, en torno a la figura del barón Gilles de Rais, mariscal de Francia y compañero de armas de Juana de Arco, ahorcado y quemado en 1440 tras ser acusado del secuestro, violación y asesinato de 150 niños. Un hombre del que George Bataille dijo que ejemplificaba “la monstruosidad que el ser humano lleva en sí desde su más tierna infancia" y al que dedicó su libro ‘El proceso de Gilles de Rais’, de cuyo pensamiento Liddell se alimenta en esta obra. El estreno de ‘Caridad’ coincide con la publicación de su nuevo libro, ‘ Kuxmmannsanta ’ (La Uña Rota), con el que Liddell cierra su 'Trilogía del luto' dedicada a la muerte de sus padres y en el que detalla por primera vez el maltrato que sufrió en su infancia a manos de su madre. Ambas obras ven la luz después de un 2021 intenso para esta creadora galardonada con el Premio Nacional de Literatura Dramática y el León de Plata de la Bienal de Venecia. El pasado año publicó su poemario ‘Veo una vara de almendro. Veo una olla que hierve’ y estrenó dos obras: ‘Liebestod’, en torno a la figura del torero Juan Belmonte y ‘Terebrante’, una pieza simbólica en torno al flamenco y el universo de Manuel Agujetas, sin apenas texto, que provocó el desconcierto entre parte del público y la crítica. Angélica Liddell conversa con 'El Confidencial' por correo electrónico, pero solo accede a responder preguntas sobre ‘Caridad’, ninguna sobre su nuevo libro, donde escribirá que “nadie tiene el culo más limpio que un entrevistador”. PREGUNTA: ¿De qué necesidad nace ‘Caridad’? RESPUESTA: Las necesidades profundas de las obras siempre pertenecen al secreto o incluso al inconsciente. Las obras dependen de convulsiones inexplicables que gritan por convertirse en fuerza estética. En la parte consciente existe un propósito de equiparar al artista y al criminal. Ambos, sometidos a juicio y tratados muchas veces con el lenguaje del sobrecastigo del que nos hablaba Foucault. Si a lo largo de la historia del arte se ha defendido al criminal es para defender la libertad de la expresión estética por encima de la moral, para defenderla del puritanismo que la sociedad le aplica en cada época. La literatura sadiana nace en Charenton, estando Sade preso, como protesta contra la frialdad de la ley del Estado. Y, como decía Sade, “solo se soporta la vida imaginando lo intolerable”. De cualquier modo, la necesidad primordial es la defensa del arte. Cuando sacralizamos el Mal es para mostrar mediante la estética y la belleza nuestro malestar con el mundo real. Por eso hablamos de terrorismo de la belleza. "Si a lo largo de la historia del arte se ha defendido al criminal es para defender la libertad de la expresión estética del puritanismo" P: Defiende en ‘Caridad’ la posibilidad de “amamantar al criminal” y su inclinación natural hacia quien comete el crimen. ¿La caridad solo cobra un sentido real si se siente por el asesino? R: Ese es precisamente el sentido de la figura simbólica de la caridad, tanto la Caridad Romana como la Caridad Cristiana. La Caridad Romana depone la ley. Al ver como la joven Pero amamanta a su padre Cimon, condenado a muerte, los jueces se conmueven hasta el punto de perdonarle. En ambos casos, romana o cristiana, la Caridad es subversiva, transgresora. Jesús ama a las prostitutas y a los ladrones. Una de las felicidades que proclama es “bienaventurados aquellos que son perseguidos a causa de la justicia”. La Caridad se rebela contra el Estado. P: ¿Qué papel juega el mal en nuestra sociedad, de qué manera proyectamos en la figura del asesino nuestra propia violencia? R: No me interesa la perspectiva social, sería demasiado plano. Trabajo desde una perspectiva filosófica que atañe a lo íntimo, al universo poético que esculpe nuestro espíritu, nuestra esencia. Mi visión del Mal hunde sus raíces en el pensamiento de Bataille. El Mal se sacraliza gracias a la hípermoral de la poesía, que es lo opuesto a la literalidad de la moral civil. El arte no se rige por la ley del Estado, sino por la ley de la belleza. P: ¿Cree que vivimos en una sociedad que no muestra compasión, que no tiene capacidad para el perdón? ¿En qué lo detecta? R. Hay, tal vez, un exceso de compasión fácil. Una compasión de acuerdo a la opinión general, sin conflicto. En cualquier caso, yo hablo de un perdón mítico, un perdón esencial, un perdón pasoliniano. Cuando el mundo de las buenas intenciones nos asfixia, te pones de parte de lo que Pasolini llamaba “los apóstoles del fango”. P: ¿Cree que el arte ha de escapar a cualquiera de las leyes y reglas morales que nos ordenan la vida fuera del escenario? R. (George) Steiner dice que el arte está fuera de cualquier legalidad razonada. El arte es la impotencia de la razón. En el arte, solo lo inmoral nos eleva intelectualmente por encima de una masa amorfa e indiferenciada, nos hace hombres gracias a las sombras. Sin embargo, lo moral, lo apropiado, lo bienintencionado, lo social, nos uniformiza en la necedad. P: Apenas hay información sobre esta obra, solo que le acompañará en escena un coro de personas laringectomizadas, ¿podría explicar qué elementos simbólicos estarán presentes en ‘Caridad’? R: Todo gira en torno al gran símbolo dieciochesco de la libertad, que es la guillotina. Asimismo, he trabajado bajo la influencia de Beckett, también bajo la maravillosa mirada masculina de Godard en ‘Le Mépris’ y, por supuesto, Pasolini está presente a través de la Misa Luba que él utiliza en ‘La pasión según Mateo’. Pero la gran bóveda es el pensamiento de Bataille. Hay una intención de someter al público a su capacidad de perdón, no desde un punto de vista social, sino íntimo. Los conduzco hasta las plantas de Gilles de Rais, esa figura fascinante que dio lugar a un libro maravilloso de Bataille, ‘El proceso de Gilles de Rais’, así como a reflexiones de Foucault y el marqués de Sade. Gilles de Rais es una figura capital para ahondar en el concepto de la Caridad. P: ¿Cómo afronta el estreno de ‘Caridad’ después de que uno de sus anteriores trabajos, ‘Terebrante’, fuera poco entendido por una parte de la crítica y el público? R: Muy bien acompañada y con ilusión, con mucha emoción, como una niña. Al entrar en la sala de ensayos no tengo en cuenta a la crítica ni al público. Siempre trabajo con alegría. P: ¿Fue decepcionante para usted darse cuenta de que parte de su público y de la crítica solo la entienden si en escena hay texto? R. El hecho de que no se admitan mis obras silentes significa que no se admite mi trabajo en su totalidad. Eso sobre todo me entristece, me hace sentir la palabra como una condena. La palabra es un don, pero también un castigo. “Lo terebrante es algo que produce un efecto análogo al que resultaría de perforar una parte del cuerpo ya adolorida. Lo terebrante es un dolor capaz de destrozar el pecho del mundo. Una agonía extraordinaria que hizo que el luto por mis padres empequeñeciera y se antojara baladí”. Así abre Angélica Liddell ‘Kuxmmannsannta’, su nuevo libro, con el que cierra su 'Trilogía del luto' por la muerte de sus padres tras ‘Guerra interior’ y ‘Dicen que nevers es más triste’, todos publicados en La Uña Rota. Liddell firma una obra que se publica el próximo 10 de octubre con una cubierta totalmente blanca, en la que solo aparecen impresos en letras doradas el título y su nombre. Ni una sola frase en la contra o en las solapas, como si la autora hubiera creído estéril añadir más palabras a todas las que ya contienen las 521 páginas de su libro. Tampoco ha querido hablar de ‘Kuxmmannsanta’ con este diario porque, dice, todo está en sus páginas. Y ese todo es el relato devastador de un dolor terebrante provocado por el abandono de un hombre amado, un dolor que activará la memoria de otro dolor antiguo, el del maltrato sufrido en su infancia por parte de su madre, una madre Medea, una madre que quiso matarla cuando era una niña. Liddell escribe en uno de los poemas que incluye en el libro que “cuando todo ha sido devastado, solo queda ofrecer la devastación” y nos advierte que, como siempre, su escritura nace de esa herida que abre una y otra vez, y de ese herir la herida se alimenta su obra literaria y escénica. Una escritura, la de Angélica Liddell, torrencial, excesiva y profundamente culta. Una escritura que golpea, que conmueve, que asquea, que se contradice, que reivindica el lenguaje como gozo, que se mueve entre el ensayo, la poesía y la narrativa, que se alimenta de la cultura popular, de la filosofía, la religión o el arte, una escritura en la que están presentes sus lecturas e influencias, desde el flamenco a la obra de George Steiner, la Biblia, Alda Merini, Chet Baker, Pavese, Cartarescu, Rilke, Bataille o Sófocles. En este libro, la herida comienza a abrirse con el descendimiento a un infierno llamado Kuxmmannsanta, un universo alucinado, lleno de referencias bíblicas -la conduce a él una niña, que no es sino el diablo, y su guía será un joven llamado Jordán-, una ciudad cimentada en la amargura, la infamia y la inmundicia. Un lugar que Liddell construye con un lenguaje brutal y escatológico y que define como una “dictadura de la libertad y la molicie”, levantado sobre “un barrizal pantanoso” y concebido como una prisión en la que “en vez de enterrarte con tierra te entierran con excrementos”. ¿Es Kuxmmannsanta la actual sociedad del espectáculo o es ese mundo fuera del escenario y la escritura en el que se le hace tan difícil vivir a Liddell? “Todo es Kuxmmannsanta y Kuxmmannsanta es ninguna parte”, escribe la autora, que se siente forastera en un lugar que “no es universal sino petulante, nacionalista”, poblado por “alabanciosos, copetudos y fantoches”, en el que “el halago se halla a flor de prepucio y a florecita de coño” y en el que “te aman con la misma megalomanía con la que te omiten”. Y en el mercado de flores de Kuxmmannsanta, que tiene cerca una alameda, un río, una torre áurea, capillas y vírgenes, el hombre al que ama Angélica, con el que ha entrado de la mano en ese mercado, desaparece, se borra, la abandona. Un hombre que ya no cogerá el teléfono, que no devolverá sus llamadas, un hombre hecho de “un mimbre formidable, inigualable, majestuoso”, un hombre al que definirá como “una Edad de Oro, sin escuela reconocida”. Pero Liddell no convierte el drama del abandono en un relato victimista sobre la pérdida, sino que transita por la enajenación, la depresión, la locura, el desgarro, la vergüenza, el recuerdo de la felicidad compartida, el agradecimiento y la aceptación. Es él su interlocutor, es a él a quien habla desde la primera a la última página: “El riesgo que uno corre al conocerme es ser amado, pero también ser escrito”, dice. Ese abandono del hombre amado (“he llorado como si me hubieran apagado cigarrillos en la niña de los ojos”) activa en la autora la memoria de otra orfandad, la de su infancia, y cuenta en este libro, con todo lujo de detalles, las vejaciones que sufrió por parte de su madre, que padecía Síndrome de Munchausen y que la aisló, medicó, enfermó e intentó matarla. De ahí, tal vez, “la misoginia, el odio y la repugnancia” que confiesa sentir por las mujeres. De ahí, tal vez, su inclinación natural hacia la asesina, hacia Medea. He aquí algunos fragmentos del libro: “Hoy puedo decirlo sin temor a equivocarme y sin ser pasto de la culpa o del odio: mi madre solo obtenía el sosiego a través de mis enfermedades. Ella era feliz si me tenía encamada, medicada, aislada, para lo cual alejaba a cualquier otro niño, prohibiéndome amigo tras amigo, hasta consentirme únicamente entablar relación con otros enfermos mentales, también hijos de militares, que coincidían con nosotras en las consultas del psiquiatra. Mi madre siempre mostraba una extraña beatitud cuando mi estado empeoraba, eran los únicos momentos en los que sentía su apego, el cuidado, algo parecido a lo maternal. Al revés, cuando finalmente mi salud se restablecía (aunque no recuerdo extensas rachas de salud, no me recuerdo sana), ella evidenciaba un desprecio inaudito por mi alegría, por mi vida normal, por mis deseos, por mi infancia, por mi doncellez, por todo mi ser. Si yo sanaba era para vivir bajo la amenaza constante de su abandono. Mi madre expresaba continuamente el deseo de ingresarme en un internado, cuando no en un psiquiátrico (…) Fui objeto de lo que se conoce como el «síndrome de Munchausen por poderes», una enfermedad mental que desarrollan algunas madres con déficit intelectual severo, y por ende se convierte en una forma de maltrato infantil”. Cuenta en este libro, con todo lujo de detalles, las vejaciones que sufrió por parte de su madre, que padecía Síndrome de Munchausen “No era mi padre, era mi madre la que aseveraba que mi coño era «un coño de revista». Supongo que mis progenitores se dirigían a mí en esos términos para excitarse”. “Iba desarrollándose en mí una ninfomanía precoz (desde los siete años o antes), puramente mental, enfermiza, que ningún coito podría haber adormecido, entre otras cosas por culpa del pánico al contacto humano que se agigantaba al unísono de esa lascivia mórbida, y que hacía de mi ansiedad sexual infantil una erotomanía paradójica, patológica, truculenta, impotente, entre hombres de uniforme y entre monjas, sin perspectiva de desahogo salvo las masturbaciones dramáticas y compulsivas, que acababan día tras día en tumefacción y sangre, incluso en el patio del colegio, durante el recreo, o en los váteres, masturbaciones más obsesivas y enérgicas cuando los soldados que me aupaban a los caballos, a pelo, en las cuadras de sementales, me apartaban las bragas para meterme los dedos y juguetear con mi vulva, cosa que me excitaba enormemente y horneaba mi imaginación todavía más, y que solo después de muchos años he reconocido sin vergüenza como algo placentero, maravilloso, no un abuso sino un deleite, una pastelería entre mis piernas”. “Incomunicada a causa de los encierros a los que me veía conminada por las enfermedades, el único esparcimiento exterior llegaba de mano de los hurtos. Este fue el verdadero trauma. Acataba las instrucciones de mi madre para llenar mis bolsillos de todo lo que me cupiera sin levantar sospechas. A los cinco años ya robaba puntillas a los vendedores ambulantes, lo recuerdo con claridad, robaba en las tiendas, en el mercado, en cualquier sitio robaba, en los grandes almacenes, todo a solicitud de mi madre, que también robaba. Cuando los comerciantes se daban cuenta de la sustracción, mi madre se libraba de la vergüenza zarandeándome e insultándome en público”. “El recuerdo más vívido de la adolescencia es el de mi madre apuntando con la pistola reglamentaria a mi padre sin que mediara otro motivo que los celos infundados de ella y su vesania, sin olvidar que cuando mi padre partía de maniobras, mi madre y yo dormíamos juntas con un cuchillo enorme debajo de la almohada que ella se encargaba de afilar con una piedra cada noche”. “Estoy convencida de que durante mi crianza me hallé en verdadero peligro de muerte. Las brumas traen a mis sienes el eco de una palabra en una sala de urgencias, «sálvela», es la voz de mi madre, que en aquella época (yo tendría cuatro o cinco años de edad) estaba a su vez medicada por un psiquiatra. Pienso que en el último momento se arrepintió, me dejó vivir (…) Hoy, plenamente consciente de su trastorno y de sus sufrimientos, la amo, y pienso que ha sido inútil sobrevivirla”. En ‘Kuxmmannsanta’, Angélica Liddell vuelve a arremeter contra el mundo del espectáculo, contra toda esa “gente moderna, enrollada y simpática, el club de los amojamados o de los innovadores, da igual, el club, con ese insoportable tonillo conciliador, grupal, risueño, juerguista, guay, pero cargado de una repugnante conciencia de superioridad, como le corresponde al artista contemporáneo que desea destacar, al tanto de la actualidad y los vaivenes sociopolíticos, conocen incluso el nombre de todos los ministros”. Y Liddell se regodea en este desprecio, que ya es un clásico en sus libros y en sus entrevistas, y lo vomita sobre esos “tontos que saben cosas, tontos que elogian a otros tontos, tontos que colaboran con otros tontos (en la auténtica creación solo deben existir el amo y el esclavo, nada más, no se colabora. Se ordena y obedece)”. No es la primera vez que usa el término ‘esclava’ para referirse al trabajo con otro creador, ya lo hizo cuando anunció que trabajaría así, de esa manera, a las órdenes de Rodrigo García en su pieza ‘Movidas raras’. Pero Angélica Liddell no solo se detiene en su profesión, también regala su desdén a una parte de la crítica, a todos aquellos que no entendieron ‘Terebrante’ y la consideraron una obra menor: “es así como los críticos conformistas se relacionan con lo incomprensible (…) Aquel al que decepcionas es que nunca te quiso, nunca te comprendió, aquel que tacha una obra de menor no ama al artista, se ama a sí mismo”. La autora incluye en este libro notas para una conferencia en las que explica esta pieza y da las claves de su universo simbólico. Liddell, que califica a los columnistas como “ignorantes alfabetizados”, escribe que, como hizo Bergman, ella también deseará “la desgracia” a uno de ellos todos los días de su vida, al mismo tiempo que se lamenta de que se haya perdido la sensibilidad frente a lo que no se puede explicar o ante aquello que demanda una exigencia. Frente a ese esfuerzo, cree la autora que el crítico reacciona ante su obra con la condena, el repudio y la ridiculización, “figuritas del Cortylandia cultural” que, dice, la humillan con saña, prepotencia y frivolidad. Y concluye: “Sí, escribo. No sé escribir, pero escribo. Publicar es mi manera de guardar los secretos. Expresar los sentimientos íntimos no significa en absoluto exhibicionismo narcisista, ni mucho menos, la literatura es ese agujero en la pared de un palacio de Camboya que preservará eternamente un secreto, lo custodiará para los miles de millones de personas que jamás lo leerán. Escribir pensando en los lectores es vanidad. Prefiero pensar en los que nunca leen porque me hacen más libre”. --- *‘Kuxmmannsanta’, Editorial La Uña Rota. ‘Caridad’, 8 y 9 de octubre en el Centro de Artes Escénicas El Canal de Girona. Texto, dirección, escenografía y vestuario: Angélica Liddell. Intérpretes: Yuri Ananiev, Federico Benvenuto, Nicolás Chevalier, Guillaume Costanza, Angélica Liddell, Bórja López, Sindo Puche, David Abad y el Coro de laringectomizados Shout at cancer.Angélica Liddell entre la caridad y el maltrato: "Defiendo al criminal contra el puritanismo"
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Cortylandia cultural