Samuel Beckett, el último modernista

22.11.2012

Samuel Beckett, el último modernista

Publicado en Factor Crítico

| noviembre 22, 2012
Por David Sánchez Usanos

No siempre fue así, pero hoy por hoy Samuel Beckett se ha convertido en un nombre inevitable. Como tantos integrantes del «modernismo» —en el sentido angloamericano del término— ha pasado a formar parte del canon. Eso significa muchas cosas (que se parece mucho a decir que no significa nada), pero desde luego quiere decir que con toda seguridad aparece en la vida de alguien al que le guste leer. Creo que, además de su asegurada permanencia en los manuales de literatura, Samuel Beckett conserva cierta eficacia. O mejor: sus obras mantienen algún tipo de conexión con el público y ello hace que sigan funcionando.

Samuel Beckett. El último modernista, de Anthony Cronin me parece todo un acierto. El título es realmente bueno y el monumental texto que encierran sus tapas también. Sin duda hay que felicitar a La uÑa RoTa por haberse decidido a traducirlo y editarlo (no sé qué réditos comerciales les dejará el asunto, pero el gesto tiene algo de civilizador: enhorabuena). El caso es que estamos ante la primera biografía de Beckett en castellano (!) y, además de ese carácter inaugural, hay que decir que se trata de una muy buena biografía. O sea, que estamos ante un texto que no sólo informa sino que orienta y contribuye a hacer más inteligible (o a hacerse cargo de lo profundo de su ininteligibilidad) la obra de uno de los autores que quizá supuso el final de una época para la literatura.

Un mapa, el libro de Cronin es un mapa. Una cartografía de Dublín y de París, de la vida, del linaje y del paisaje físico y emocional en el que nació, creció y murió Samuel Beckett. Antes de este libro estaba el imprescindible El teatro del absurdo, de Martin Esslin en el que se analizaba la obra de Beckett además de la de Adamov, Ionesco, Genet, Pinter y otros (como Fernando Arrabal, por cierto). Pero la biografía que nos presenta Cronin funciona como un complemento perfecto, pues no hay tanto material que consiga enriquecer la lectura de Beckett, o quizá nunca haya el suficiente. Decíamos antes que es un autor inevitable, pero ello no quiere decir leído ni desde luego entendido.

Beckett dejó de ser para mí un nombre en un libro de texto para convertirse en otra cosa una mañana en Dublín. Me dirigía a la catedral de San Patricio pero hacía tanto frío y llovía de una manera tan inclemente que, a mitad de camino, decidí buscar refugio en la primera puerta que vi abierta. No era ninguna taberna sino una tienda de souvenirs y, sin otra preocupación que dejar pasar el tiempo, secarme un poco y conseguir reunir las ganas suficientes para proseguir hasta mi destino, me puse a curiosear entre los recuerdos. Siempre me resultó llamativo —y, por qué negarlo, también algo fraudulento respecto a la imagen que me había formado de Irlanda— que algunos de los emblemas de la ciudad de Dublín fuesen protestantes, sea el caso de la mencionada catedral o el Trinity College. En esas estaba cuando reparé en lo que mi mano había cogido como por instinto. Se trataba de una placa de metal con la inscripción «All poetry is prayer» (Toda poesía es rezo) atribuyéndola a Samuel Beckett. Jamás lo olvidé.

Posteriormente no cesé de encontrarme con Beckett en cursos de doctorado y en discusiones más o menos acaloradas con otros correligionarios de las letras. Creo que Samuel Beckett vio algo, intuyó algo, que le hizo inmortal. Algo que tenía que ver con la forzada y maquinal desesperación de la que se alimenta nuestra modernidad, con la retirada del lenguaje ante la imagen, la situación, la obra. No estoy seguro de que lo plasmase de un modo definitivo a lo largo de todos sus textos, pero aquí y allá siempre ofrece relámpagos incontestables. Samuel Beckett. El último modernista ayuda a fijar esos fogonazos, a ubicarlos en algo parecido a un todo orgánico. En el libro de Cronin encontramos mil y una anécdotas (a Beckett jugando al billar, visitando a los Joyce o conversando con Cioran), pero también crítica literaria y opiniones muy interesantes del propio Beckett acerca de su obra (como el hecho de que siempre le molestase que la fama de sus obras teatrales eclipsase a la de su narrativa). No sé si sonará verosímil respecto a un volumen de más de seiscientas páginas de apretada letra y setecientas cincuenta y tres notas a pie de página, pero lo cierto es que Samuel Beckett. El último modernista es ameno y se lee con gusto y avidez.

Contrariamente a mi orientación crítica general a la hora de abordar los textos, considero que en el caso de Beckett una biografía como la de Cronin, si bien no determina la interpretación, sí contribuye a potenciarla, pues la vida de Beckett se encuentra filtrada, aludida, en momentos dispersos de su obra. Y frente a Beckett, como frente a Kafka, tenemos la sensación de que estamos ante documentos que no se pueden tomar a la ligera. El éxito de Beckett, si es que puede hablarse en estos términos, tiene algo de inquietante. La hipótesis más tranquilizadora consiste en decidir que es fruto de un gran malentendido. En un momento de este libro se nos dice que una maestra de música, a la vista de cómo se desenvolvía un jovencísimo Beckett con el piano, «descubrió que era un intérprete técnicamente correcto, pero sin alma». Creo que se trata de un diagnóstico a un tiempo acertado e imposible. Además, ¿y si ese dictamen sirviese también para la obra escrita de Beckett?, ¿y si se propuso que sus textos pareciesen técnicamente correctos pero desalmados? Insisto, plantearme estas preguntas va contra alguno de los más firmes principios metodológicos que sostengo, pero Beckett siempre consigue zarandearme. Samuel Beckett. El último modernista no resuelve nada, pero añade intensidad a los interrogantes que planteó este irlandés desarraigado y constituye una lectura obligada para todo aquel que se sienta fascinado por su empeño.