"Las resurrecciones de Angélica Liddell", por María Velasco

25.09.2017

"Las resurrecciones de Angélica Liddell", por María Velasco

Publicado en HUMAIN TROP HUMAIN

LAS RESURRECCIONES DE ANGÉLICA LIDDELL: GÉNESIS VI, 6-7

 

María Velasco*

 

“La obsesión de la beatitud de los comienzos precisa la destrucción de todo lo que ha existido y, por tanto, se ha degradado, desde la Creación del Mundo: es la única posibilidad de reintegrar la perfección inicial”. (Mircea Eliade, Mito y Realidad)

 

De la teoría al misterio

“Beatitud” sería una palabra clave en relación con la Trilogía del infinito (2016), en la que se inscribe, Génesis VI, 6-7, y el anterior Ciclo de las resurrecciones (2015). Con estas obras recientes, Angélica Liddell (1966, Figueras) terminaba por convertirse en una predicadora en el desierto y confundía creación y creacionismo (la doctrina que defiende que los seres vivos han surgido de un acto creador). Es un excentricismo, en el más estricto sentido de la palabra, hablar de Dios (aunque sea del ausente o de la figura mística de “El Amado”), en un mundo donde lo verdaderamente globalizado, el becerro de oro, es el mercado. Pero no se llega a hablar así, sin ambages, del todopoderoso, ni una blasfema se convierte, sin antes haber “colisionado” con los poderes fácticos, su canal (la cultura) y los minipoderes colaboracionistas, en especial, la familia.

Grosso modo podríamos describir la trayectoria de Liddell con un giro de lo social y lo político a lo ontológico, pero esta síntesis sería un tour de force de los que se prodigan en la teoría, especialmente reduccionista para con una autora que afirma haber pasado “de la teoría al misterio”. Sobre todo, porque muchos de los hitos a lo largo de su carrera hacen coincidir consideraciones metafísicas con otras relativas al comportamiento del hombre en sociedad (si es que son separables). Es el caso del texto preliminar, Perro muerto en tintorería: Los fuertes, que, a lo largo de esta temporada, Liddell ha dirigido para Schaubühne, remozando el montaje con el que debutó en el teatro público español en 2007. A causa del conservadurismo de los agentes culturales, la primera oportunidad le llegaba con cuarenta y un años.

Angélica nació en pleno franquismo desarrollista. Al ser hija de militar, su infancia transcurrió en ambientes cuartelarios, en los que ya se revelaba, en flor, la “tara de la sensibilidad”. Una incipiente necesidad expresiva se manifiesta en los juegos tempranos, donde ya están presentes la figura de Dios y la sexualidad. En edad universitaria, es defraudada por la academia (la licenciatura de psicología y escuela superior de arte dramático). Esto la decanta por un camino solitario y solipsista. Su primera publicación data de 1993; en esos años, funda su compañía, Atrabilis, y forja una alianza con Sindo Puche, que perdura en la actualidad. Son años de espectáculos callejeros y precariedad (aun cuando ya goza del aval de unos cuantos premios literarios). Su nombre comienza a resonar en los espacios alternativos a partir del Tríptico de la aflicción (2001), relatos escénicos sobre lo monstruoso inadvertido: la perpetuación institucional de la desgracia.

Otra trilogía posterior, Actos de resistencia contra la muerte, que incluye los títulos Y los peces salieron a combatir con los hombres o Y como no se pudrió: Blancanieves, opone al lenguaje informativo (en relación con tragedias como la guerra y las migraciones) el lenguaje del horror. Para ello, se basa en la iconoclasia, pero también remoza una poesía subyugante, novedosa. La tercera obra de la serie, El año de Ricardo (1999), donde el tirano universal pasa por demócrata, fue mostrada junto con el Perro muerto… en su debut en el Centro Dramático Nacional.

 

“Mi voz está hecha de sandalias. ¿Llegaré?”

Los animales no humanos (perros, pero también peces, caballos, lobos…) hacen constantes cameos en las propuestas de Angélica, que todavía en Génesis VI, 6-7, sueña con tener “la lengua exhausta de una perra reventada”. Cabe pensar en Joseph Beuys y, con él, en el fantasma del instinto en una sociedad deshumanizada, donde conviven lo peor del derecho natural y del civil a través del contrato social/el terrorismo de estado, y la economía como “forma de crimen”. Los animales son maestros de ceremonias, en tanto que chivos expiatorios o cristos idiotas con los que Liddell se sensibiliza. Podríamos decir con Hegel: “¡Pobres perros! ¡Quieren trataros como si fueseis hombres!”. El extranjero también hace las veces del chivo descuartizado, del gigante vulnerable, Goliat.

Muerto el perro (y tras su consolidación), no se acaba la rabia, que se provee de nuevos mecanismos en una etapa de madurez expresiva. En ella, se aúnan la tragedia íntima, que ya había sido expresada en títulos antiguos como Monólogo necesario para la extinción de Nubila Walheim y Extinción (2003) y Mi relación con la comida (2004); con las provisiones del mito y del cuento; así como el ámbito bien explorado de las prácticas corporales. Un ejemplo privilegiado de este conglomerado es La casa de la fuerza (2009), por la que obtiene el Premio Nacional de Literatura Dramática y que, junto con la citada El año de Ricardo, le depararán la ovación en el Festival de Aviñón 2010. A continuación, en El centro del mundo, también conocida como trilogía china, seguirá practicando la auto-etnografía por medio de un personaje, “Angélica”, que sufre como si fuera toda la especie: ¿Cómo era posible –escribe– comportarse a veces como un hombre y otras veces como la humanidad?”.

Su teatro resulta adánico aun cuando no deja de afectarse por otras tradiciones relegadas, a saber, el diálogo filosófico y el spass (o los ataques del bufón) y de practicar la intertextualidad (desde el Antiguo Testamento a Pasolini, pasando por Wittgenstein). Y, asimismo, entra en conflicto con los lenguajes escénicos dominantes, cuyas reglas conoce (como dejan ver textos como Belgrado, 2007), y pasa por alto, con el fin de establecer las de aquello que, por ella, habrá sido hecho. ¿Qué haré yo con esta espada? se pregunta en una de sus últimas piezas… y la espada es la escritura, el cuchillo que Abraham empuña en el sacrificio poético. Su poética tiene un no sé qué de molesto, más allá de su posdramaticidad, y allá donde ha viajado tras conquistar Aviñón u obtener el León de Plata en Venecia, ha propagado una suerte de indecencia: ¿quién se atrevería a consagrar una obra al pensamiento escatológico y hablar, como ella hace, de los atentados del 13N en París? Como si el espíritu de Sade se hubiera personado en el edificio teatral: “si todavía hay algo que la gente no quiere escuchar –afirma la autora–, eso es lo que hay que decir (...). Solo mediante la poesía se hace visible lo que nadie desea ver”.

Este don, la indecencia, la obliga, a pesar de una coherencia artística total, a una reinvención constante, como la de la Alicia de Carroll, de la cual toma su nombre artístico. La sibila, la rapsoda y la rock star muere y renace de sus cenizas y en Génesis VI, 6-7, promete “cumplir quince años”. Reinvención (o arte de la supervivencia) y desterritorialización. Cabe pensar en el autoexilio de los escenarios de su país pero, más allá de eso, en la ruptura con el mundo… la huida de una Medea, sempiternamente extranjera que, deus ex machina mediante, emprende el destino a lo irracional.

 

Recrear el mundo in toto, escatología y cosmogénesis.

El mundo había acabado en Venecia y Ciudad Juárez (en La casa de la fuerza) y en China y la isla de Utoya  (en El centro del mundo). De modo que en los montajes de estos textos, la palabra se asemejaba al sortilegio que hechiza a los muertos (las víctimas del feminicidio de Ciudad Juárez o los jóvenes asesinados en un campamento) y a los vivos, todos juntos y revueltos. El Apocalipsis sigue asomando en Génesis VI, 6-7, donde observando como una estatua de sal la destrucción de Sodoma, Liddell se pregunta “por qué el desastre es tan lento”. Pero se trata de un milenarismo reconstituyente, porque como afirma Eliade: “La Nueva Creación no puede tener lugar hasta que este mundo no sea definitivamente abolido (…) para poder recrearlo in toto”. Por su parte, y contra quienes la consideran nihilista, ella halla una solución en la dialéctica positiva, “todo lo que no existe me pertenece”, y asume, el proyecto de recrear (¿sublimar?) el mundo, renombrándolo.

Ya en Maldito sea el hombre que confía en el hombre: Un projet d’Alphabétisation (2011), la autora, que por aquel entonces se enfrentaba al reto de hablar un nuevo idioma, crearía un abecedario, o más bien, una lexicología propia. Al igual que en el Génesis primigenio, en el suyo, la palabra performativa es fundacional, pero también lo son el temor y la fantasía de la afonía (¿acaso no son sus gritos lo más parecido al voto de silencio en una sociedad laica?). Si antes fue Emily Dickinson, ahora implora a la poeta Sylvia Plath, que precisamente eligió la mudez, metiendo la cabeza en el horno. Solo desde un coma profundo de la voz como éste o como el de los ojos de los animales, podría pergeñarse un glosario que hiciera justicia a lo abyecto, lo que está hacia dentro, resolviendo su deseo: “si alguien pudiera leer lo que está dentro de mí”.

Lo abyecto tiene que ver asimismo con lo inverso, y ella (que conoce la unión inexorable de la ciencia y la locura, el ano y la boca) y que es maestra del oxímoron en sus facetas de escritora, directora y actriz, ha vencido una de las principales antinomias: la que tiene que ver con una palabra orgánicamente sentida, o lo que es lo mismo, una palabra carne. Pero, más allá de la carne, en esta nueva etapa de lo sagrado, donde ella es novia de la muerte, zahorí de lo invisible, la verdadera frontera es lo inefable y, como en las obras anteriores, la problemática es la de lo bello (aun si la belleza es un prototipo a refundar).  

Liddell se muestra en Génesis, como animal enérgico y fértil, con el nido vacío del vientre lleno. Han pasado casi quince años desde que, en la acción Lesiones incompatibles con la vida, renunciaba públicamente al “tópico antropológico de la maternidad” (su pequeño granito de arena a la masacre organizada o el Apocalipsis). Tomaba la delantera a Plath, que, con su suicidio, dejaba huérfanos a dos hijos; y a Medea, que los asesinaba en flor. Ahora que cada menstruación podría ser la última, la venganza del vientre de la autora es la plaga. Una plaga de quimeras que campean a lo largo y ancho de sus páginas, como en una pintura flamenca, donde hay milagros crueles, el rocío de un amor y un humor nuevos, pero sobre todo chispazos de esa belleza que abrasa el nervio, “necesidad griega”, si no terapéutica espiritual.

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*María Velasco (Burgos, 1984) es Doctora en Comunicación Audiovisual por la Universidad Complutense de Madrid. Estudió Dramaturgia en la Real Escuela Superior de Arte Dramático y es Máster en Práctica Escénica y Cultura Visual. Asimismo tiene titulación en guión de cine y he estudiado filosofía y arte. En el ámbito de las artes escénicas, algunos de sus profesores han sido José Sanchis Sinisterra, Juan Mayorga, Alejandro Tantanián, Jose Antonio Sánchez, Óscar Cornago, Carlos Marquerie o Enzo Cormann... Entre su principales referentes reconozco a Claudia Faci y a Angélica Liddell.