En la pausa. «Libros así te reconcilian con el mundo los días impares»

05.03.2014

En la pausa. «Libros así te reconcilian con el mundo los días impares»

Publicado en Tanyible (Jot Down)

Raquel Blanco en Tanyible

(Foto cortesía de Ana San Romualdo)

Anoche volví a leer En la pausa, la primera novela —y, hasta hace nada, la única— de Diego Meret. Se trata de una autobiografía, nada menos; un autor joven (1977, Morón, provincia de Buenos aires), un argentino hablando de sí mismo, que además está vivo; no han pasado años y años por su obra, apenas una década…

Es decir, casi que todo invitaba a salir corriendo. ¿Y entonces?

Ahora que —tal parece— todo el mundo puede y se siente por ello estúpidamente animado a escribir sobre lo suyo como si lo suyo fuera a tener algún tipo de interés más allá del que las buenas maneras nos exigen fingir que tiene, el leer un libro como En la pausa, tan honesto, tan comprometido con la verdad, con el noble arte de la lectura y, sobre todo, con el sano ejercicio que supone el intentar escribir sin gran alharaca, escribir por y para contar, sin más, es aún mejor, si cabe; tal vez por el contraste con lo que apunto al principio de esta frase tan larga, quizá por el descanso que supone el adentrarse en el particular universo de Diego Meret de su propia mano, con toda la honestidad que transmite el texto, asistir a sus dudas, sus cuitas, su inseguridad, también su determinación.

Me da risa esto que estoy escribiendo. Lo acabo de leer y parece un currículum vitae. Y recién se me pasó por la cabeza algo así como que uno no hace otra cosa que escribir todo el tiempo su currículum vítae. ¿Será así? No. No creo que sea así. Pero, en fin, por ahí anda la cuestión. Debo admitir, por otro lado, que mi recorrido por la vida ha sido hasta ahora el clásico recorrido de un cobarde. No paro de tener miedo. No paro de pensar lo que haré. No paro de pensar que nunca hice lo que pensé que haría.

Cuenta que creció en un hogar de un solo libro: el Martín Fierro que un vendedor ambulante dejó en su casa y en la mayoría de las casas de sus amigos, «No podía haber objeto más extraño que ese libro». Así es como arranca el primer capítulo, Pretexto; una anécdota que sirve para ilustrar cuán improbable era que aquel chiquillo empezara no ya a leer, que tampoco, sino que fuera capaz de hilar, capítulo tras capítulo, una novela como esta, preciosa, perfecta, sin una sola concesión a la impostura, tan literaria a la vez. Porque, ¿qué es acaso la literatura? ¿No se trata sino de hilar recuerdos, de saber trasladarlos con una cierta exactitud, con un mínimo de corrección e interés?

Unos cuantos años más tarde, pasé a otros libros. Los sacaba de la biblioteca de mi abuela, los leía, y se los devolvía. No todos. Algunos me los quedaba… y eran como regalos silenciosos. Y así leí manuales para jugar al ajedrez, libros de recetas de cocina (entre ellos el popularísimo de Doña petrona), algunas biografías….

Meret, después del primero, se va enganchando; lo cuenta, cómo va cayendo en que lo que quiere, por encima de todo, es ser lector, «Pero no cualquier lector. Quería ser lector de libros». Y así va avanzando la historia, unas veces reflexionando sobre cómo lee, otras sobre cuánto, por qué escribe, qué cosas le han pasado, cuáles le están pasando. En ocasiones, algún episodio es de una ternura como para enmarcarlo y poder así luego derretirse a placer, contemplándolo. Me acuerdo aquí, por ejemplo, de todo el capítulo que titula Lo siniestro, de sus piececitos desnudos en la noche, a merced de La Bruja de los dedos del pie. Otras, es el particular humor de este hombre a la hora de mirar el mundo lo que te hace sonreír, como en El divorcio, que me voy a permitir trasladar completo:

La crisis matrimonial de mis padres desembocó en que fuéramos a vivir, divorcio de por medio, a Ramos Mejía. Ahí, en ese barrio, hice mis primeros amigos. Conocí a Hernán, un niño paralítico que caminaba con muletas, a su hermano, cuyo nombre no recuerdo (y que estoy casi seguro de que, igual que yo, sufría de vez en cuando la visita de la pausa) y a Michael Jackson, que se llamaba Alejandro.

Fue Obrero Textil, «el planchador existencial», durante 7 años, nada menos. Tomará finalmente la decisión de alquilar de vez en cuando un lugar para poder dedicarse a la escritura, una habitación en una pensión que acaba convirtiéndose, como él, en uno de sus personajes.

Una vez el conserje me preguntó por qué nunca me quedaba a dormir… y yo le dije que porque iba a escribir. (…) Me mira con cierta desconfianza, como si yo fuera un terrorista o algo así. A mí me divierte un poco el malentendido. Aunque no sé qué tipo de malentendido pudo llegar  a haberse gestado por el hecho de que yo alquilase una pieza para escribir. No tengo ni idea, pero hay alguna cuestión que el conserje advierte misteriosa en mi insistencia en hacer literatura en su pensión.

La edición que tengo es la de La uÑa RoTa (Segovia, 2011). Libros así —y acabo, apaguen esto, vayan a buscarlo— te reconcilian con el mundo los días impares. Verán que no miento. Nunca.